“Este amor me conducirá a algún sitio. No puedo impedir que esta fuerte corriente me arrastre. Ya no tengo elección. Tal vez me lleve a un mundo especial que jamás he conocido. A un lugar lleno de peligros, quizá. Donde se esconda algo que me inflija una herida profunda, mortal. Tal vez pierda lo que poseo. Pero ya no puedo volver atrás. Sólo puedo abandonarme a la corriente que discurre ante mis ojos. Aunque me consuma entre las llamas, aunque desaparezca para siempre.” – Sputnik, mi amor (Haruki Murakami)
*Atención: se revelan algunos detalles del argumento
Murakami escribió que la comprensión no es más que “un conjunto de equívocos”. El significado de esa inferencia está atravesado por la ironía o, más que nada, por la paradoja. Como individuos muchas veces necesitamos explicar racionalmente algo que sucede para poder lidiar con eso de una manera más práctica. La escritura, en cierto punto, tiene que ver con eso: con conocerse a uno mismo al plasmar las sensaciones en palabras. Como intentando aprehender cabalmente incluso todo aquello que es ominoso. La explicación es lo que nos deja momentáneamente tranquilos porque si puedo aseverar que un hecho x responde a una lógica ídem, quizás mi modo de experimentarlo sea, precisamente, ciñéndome a esa misma lógica. Pensemos en cuántas veces nos encontramos verbalizando expresiones como “para mí esto tiene que ver con…”, “esto pasó por tal cosa” o “yo creo eso debió suceder para que se genere algo nuevo” y así sucesivamente. En esa ecuación es donde Murakami asegura que vamos a toparnos con los equívocos y supongo que está aludiendo a dos factores. Por un lado, a que en esas frases-indicios de intento de comprensión nos ponemos a nosotros mismos en primer lugar (“para mí”, “yo creo”, es decir, la mirada de uno ante todo), y no nos permitimos contemplar todo lo que nos excede, lo que no tiene que ver con nosotros hasta el segundo en el que sí. Por el otro, a que el buscar explicaciones en lo sensitivo es algo fútil, ya que la sensación es lo que surge primero y como una fuerza absolutamente arbitraria. Es algo tan indetenible como incomprensible. Racionalizarlo implica negar su golpe, su estado gravitatorio, su condición de daga. ¿Adónde puede conducirnos el querer explicar la atracción? Siempre a un mismo punto: al desconocimiento. No sé por qué me pasa esto. No sé por qué esta persona me genera aquello. No entiendo por qué me siento así. No entiendo en qué momento pasé a pertenecerle a otro. Los “no sé”, los “no entiendo” o sus reformulaciones interrogativas (“¿por qué me pasa esto?”, “¿por qué no puedo dejar de sentirlo?”) son símbolos de otra cosa, es el sinsentido mediante el cual manifestamos el miedo a entregarnos. Desde el instante en el que cesamos con la búsqueda de respuestas, no tenemos otra opción más que la de dejarnos arrastrar por la corriente. De ahí en más, ese viaje junto a alguien va a estar marcado por ese impacto inicial y, más allá de las variables, más allá de que uno pueda mirar, tocar, besar, penetrar para que ese sentimiento se vuelva tangible, es en ese sentimiento donde todo empieza y termina. El enamorarse casi violentamente implica justamente eso: alguien nos inicia y alguien nos acaba. Nuestra vida, en efecto, no volverá a ser la misma.
La vida de Adèle, el quinto largometraje de Abdellatif Kechiche basado en el cómic de Julie Maroh, es una película coming of age que no sólo muestra al amor como algo que súbitamente te captura, te enciende y te consume, sino que además se detiene en un verdad difícil de asimilar: hay personas que dejan un vacío y que nunca (por motivos explicables y por otros inaprensibles) serán olvidadas. Su honestidad se relaciona, ante todo, con cómo nos dice con valentía que no hay necesidad de mentir, de ocultar, de disfrazar ese hecho. Que perderse en alguien es uno de esos sucesos extraordinarios que te elevan y te arrojan al vacío. Porque si uno se muestra tal cual es, si se da sin restricciones, inevitablemente va a estar dejándose invadir, va a estar poniéndose en manos de otro. La película comienza con Adèle (una descomunal Adèle Exarchopoulos) saliendo de su casa para ir a la secundaria. Su esencia está definida en esa primera escena. Adèle corre hasta alcanzar el colectivo, se acomoda el pelo despeinado y se duerme en el asiento. La idea de que la sensibilidad de una persona pueda estar representada por su modo de dormir (boca abajo, cuerpo completamente extendido), su modo de comer (voraz, constante, insaciable) o su modo de mirar (curioso, oscilando entre la timidez y la ansiedad) es uno de los aspectos más reveladores de la película. La repetición del simple gesto de acomodarse el pelo con la mano dice tanto de Adèle como sus llegadas tarde al colegio, como su apetito insatisfecho, como su cantar a viva voz en marchas de protesta. Estamos viendo a alguien en pleno proceso de autoconocimiento, que lleva a cabo la misma rutina como si estuviera aguardando algo que la destruya. Como si estuviera aguardando algo que llene una carencia desconocida. Porque a veces no sabemos qué necesitamos hasta que lo encontramos. El vacío de Adèle se explicita en su primer contacto con las discusiones literarias, en el marco del aula, donde ella no emite palabra pero en donde el profesor y los alumnos van a analizar la novela de Madame de Lafayatte, La princesa de Clèves, obra absolutamente anclada en el descubrimiento interno gracias a una irrupción externa, con una conclusión unánime: al corazón de la princesa le falta algo. Algo que no conoce. Algo que no tiene. Algo que está por llegar. “Uno no puede expresar el dolor que padeció al descubrir su interés por alguien a quien no se atrevía a mirar o al temer reconocer sus pensamientos secretos, su vergüenza, su miedo a lo que podía sentir” escribió De Lafayette en relación al primer encuentro entre el Duque de Nemours y la princesa. Poco después, Kechiche va a retratar otro encuentro – entre Adèle y Emma (Léa Seydoux) – con la misma presura. La arrolladora actuación de Exarchopoulos reside en su intensa manera de expresar con el rostro cada uno de los embates de Emma, como cuando se cruza con ella en una calle y emite un suspiro entrecortado, volviendo el rostro segundos después, dejando traslucir en su mirada esa misma combinación de vergüenza y miedo que padeció la princesa de Clèves. La agonía momentánea de Adèle luego de ver a Emma es brutal: llora al masturbarse pensando en esa mujer y llora cuando el sexo con un hombre no está a la altura de su sentimiento incipiente hacia esa enigmática persona de cabello azul. Así, el eje de la película pasa a ser lo inevitable. Lo inevitable como una fuerza centrípeta que nos obliga a aceptar, como si se tratara de un pacto, que si alguien va a completarnos, eventualmente también va a generar una carencia. La vida de Adèle es, en cierta medida, una reflexión sobre el individuo como rompecabezas a medio armar, un relato sobre cómo todos vivimos, lo queramos o no, con alguna pieza faltante.
Pero acaso lo más brillante de la obra de Kechiche sea la manera en la que descansa en secuencias que parecen intrascendentes. Todo lo que vemos en la película podría haberse reducido a lapsos más cortos de tiempo. Sin embargo, es el tiempo extendido (no estirado, porque eso hablaría de una decisión aleatoria, vacía de significado) lo que se erige como una decisión estética y narrativa en un ciento por ciento fiel al crecimiento de Adèle. La historia no deja de ser una más dentro del espectro de conocimiento, vivencias y ruptura de dos personas enamoradas. Pero si aquí todo se prolonga, si todo es más largo (como la discutida escena de sexo, que no deja de ser funcional a la intención de Kechiche), si ésa es la cadencia que el director elige, es porque una de las dos partes de ese vínculo está, ni más ni menos, que en el momento definitorio de su vida. Adèle y sus años clave. Aquellos en los que se enamora por primera vez – y de una mujer, para su desconcierto -, en los que define su pasión por la enseñanza y en los que se da la cabeza contra la pared como consecuencia de su inexperiencia emocional. Del otro lado del espectro está Emma, una mujer con su vida relativamente armada, una mujer que ya se conoce y que puede amar, pero que no va a experimentar el desamor con la misma tristeza encarnada. Las diferencias entre ambas están marcadas por Kechiche no sólo a partir de los contextos familiares (el de Adele, rígido; el de Emma, liberal) sino a partir de cómo cada una reacciona ante la llegada de la otra a su mundo. Emma lo hace como si se tratara de una aventura más, aún con el cariño siempre latente, y Adèle lo hace con todo el sistema nervioso central afectado. Desde cómo hace el amor hasta cómo observa a esa persona, casi sin saber a ciencia cierta hasta qué punto va a alterarla. Kechiche nos pone en el cuerpo de Adèle al elegir los planos detalle en ese preludio al primer beso. Vemos los ojos de Emma, su boca temblorosa, su pelo azul. La vemos como Adèle elige verla. A nivel sensorial, pocas películas reflejan el deseo físico, el ímpetu de poseer a alguien, como lo hace este film en esos segundos donde nada tiene el mismo valor que esos labios del otro que van a pasar a fundirse con los de uno. Entonces, es fundamental que Kechiche respete los tiempos de Adèle: porque no habrá otros capítulos de su vida tan cruciales como esos. Entonces, también, es fundamental que Kechiche nos muestre cómo su cuerpo y el de Emma van a unirse, hundirse, afectarse tanto: porque la realidad de no tenerse luego va a ser tan cruda como ese primero contacto. Quizás eso eso lo fascinante (y aterrador) de conocer a alguien que nos modifica la vida: que el enamoramiento es un proceso análogo al de la separación. Nada se siente tan real como esa primera etapa en la que uno busca tocar, besar, sentir al otro. Y nada se siente tan real como la ausencia de todo aquello. Lo que sucede en el medio podrá ser igual de memorable, pero pocas cosas permanecen tan indelebles como la sensación de perderse en el otro y de perder al otro y tener que convivir con eso.
“A veces me siento muy desamparada. La incertidumbre de cuando te encuentras de golpe desposeída de un marco en el que apoyarte. La pérdida del lazo de la fuerza de gravedad, la sensación de estar flotando sola por el negro espacio, a la deriva. Sin saber siquiera adónde te diriges” escribe Sumire, la protagonista de Sputnik, mi amor, en una de las páginas de su diario. Sumire habla de la imposibilidad de amar (en el sentido más amplio del término) a una mujer que no puede entregarse a ella. El desamparo al que alude es tan hondo como honda fue esa primera mirada de la que no pudo volver atrás. Del mismo modo, la última hora de La vida de Adèle nos muestra a esta joven ahora más grande, emancipada del ámbito familiar y abocada a su trabajo como docente, de cara a la revelación más devastadora: para ser uno hay que serlo sin un otro. Kechiche vuelve a optar por secuencias largas que reflejan cómo el desamor es uno de los estados más desoladores y, al mismo tiempo, más necesarios de la vida. Adèle aguarda que sus alumnos dejen el aula para llorar. Adèle se despierta de un sueño para ver cómo, en la realidad, yace sola en una cama, sin Emma abrazándola. Adèle llora mirando por la ventana. Sufre mientras da clase. Sufre mientras le cae el agua de la ducha en todo el cuerpo. Pero ya no es la misma del inicio. Ya no es la joven despeinada sino la que se toma su tiempo para bañarse y pasarse los dedos por ese cabello (una de las secuencias más simples y elocuentes del film de Kechiche), para reconocerse sin un espejo que le devuelva la impresión. Adèle es Adèle sin Emma. Adèle ahora va hacia el agua sola, para dejarse llevar por el dolor de la pérdida. Exarchopoulos vuelve a brillar en la escena post-ruptura, en ese reencuentro en el café en el que el borboteo de los mocos de Adèle, la caída incesante de sus lágrimas y su avidez por recuperar a Emma (o al amor que Emma sintió por ella) son actos desgarradores, reales, reconocibles. “Te extraño. Extraño no tocarnos. Extraño no vernos, no respirar la una sobre la otra. Te quiero. Todo el tiempo. A nadie más” le confiesa a Emma y las palabras adquieren otra tesitura porque, claro, quién estuvo exento de padecer en el cuerpo ese nivel de ausencia. La diferencia en las sensaciones se vuelve a percibir cuando Emma le responde que ya no la ama pero que siempre va a sentir por ella “una ternura infinita”. Así, se vuelve aún más notorio que la película de Kechiche (más allá de la explicitud de su título) siempre le perteneció a Adèle.
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“Como si, desde la ventanilla de un tren que atravesara un vasto páramo en medio de la noche, vislumbraras la pequeña luz de una granja. En un instante queda atrás, absorbida por las tinieblas. Pero si cierras los ojos, ese punto de luz permanece un tiempo, pálido en tu retina”. Con esas palabras se describe en la novela de Murakami a los lazos que van a permanecer inoxidables al tiempo. Ya no están acá. Quizás un día pensemos en ellos y otros días no. Quizás nos asalte el recuerdo por una cuestión puramente azarosa. Quizás deseemos recuperarlos, quizás nos parezca descabellada la idea. Pero ahí están. Como para Adèle el azul es sinónimo de Emma (de ahí que Kechiche incluya un elemento de ese color en todas las escenas, como reforzando la omnipresencia del primer amor a lo largo del tiempo, como diciéndonos que Adèle va a llevar a esa experiencia en la piel, hasta en la ropa, como si fuera a vestirse eternamente de luto), para otros esa persona que significó el gran amor/desamor de nuestras vidas será como esa luz intermitente de la que habla Murakami. Esa que, como si fuera una alarma, se enciende tan de repente. Como esa corriente que nos arrastró con esa primera mirada cálida. Como esa misma corriente que nos dejó en la orilla, solos, semidesnudos, a la intemperie. Con el frío en todo el cuerpo. ◄
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► [TRAILER] Algunas imágenes de la película:
BLUE IS THE WARMEST COLOR from tatiwtf on Vimeo.
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► [ESCENA] Léa Seydoux y Adele Exarchopoulos en una secuencia de La vida de Adèle/Blue is the Warmest Color:
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► [PLAYLIST] Algunas canciones que suenan en la película de Abdellatif Kechiche + una yapa:
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¡Bienvenidos de vuelta muchachada! Tres consignas para este primer jueves de un nuevo año: 1. ¿Vieron La vida de Adèle/Blue is the Warmest Color? ¿Qué opinan de la película de Abdellatif Kechiche? Dejen sus impresiones en este post 2. Por otro lado, los invito a recomendar los mejores films en mostrar vínculos entre personas de un mismo sexo (uno de mis favoritos: A Single Man) 3. Por último, en la consigna personal, me gustaría saber si creen en el amor a primera vista y si les ha sucedido de enamorarse casi de inmediato; como siempre, aguardo sus comentarios hasta donde quieran explayarse y espero que hayan pasado unas lindas fiestas; ¡nos reencontramos mañana con una sorpresa!
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